Una vergüenza empática
Smith añade que la vergüenza ajena es un sentimiento es paradójico. Por un lado, tiene una parte de burla y exclusión. Pero por otro lado, también tiene una parte de empatía, ya que nos estamos poniendo en la piel del otro. “Estos impulsos aparentemente contradictorios apuntan a la importancia del grupo por encima del individuo, motivo que según algunos lingüistas ha llevado a los hispanoparlantes a darle nombre a esta emoción”, escribe la autora.
En este sentido, el neurocientífico alemán Frieder Michel Paulus publicó un estudio en 2013 sobre la relación de la vergüenza ajena con la empatía. Su experimento mostraba que cuando otras personas contravenían normas sociales, en el cerebro del espectador se activaban las mismas regiones que en momentos empáticos. “Cuando tienes vergüenza ajena sientes empatía por alguien que pone en peligro su integridad al violar las normas sociales, se trata de una vergüenza empática”, explicaba Paulus en declaraciones recogidas por Sinc. Es decir, nos estamos poniendo en su lugar o, mejor dicho, en el lugar en el que consideramos que deberían estar, porque lo cierto es que ni siquiera pasan cerca.
Smith también añade que en España, “el miedo a perder la dignidad o el orgullo -ambos términos en español en el original- se consideran muy pronunciados”. E incluso recuerda que la última pieza de comida en una ración compartida es “la de la vergüenza”. Al mismo tiempo, “también es una cultura en la que los lazos de simpatía son muy intensos”.
Traducir palabras intraducibles
Smith recuerda que todo el mundo siente vergüenza ajena, aunque no sepa ponerle nombre. Y también que el término existe en otros idiomas: en alemán esFremdscham, en finlandés es myötähäpeä (vergüenza compartida) y en holandés es plaatsvervangende schaamte (vergüenza que intercambia su lugar).Fremdschämen, por cierto, se incluyó en el diccionario alemán Duden en 2009, lo cual no quiere decir que los alemanes no sintieran esa emoción hasta ese año o que los españoles la sintiéramos más que los alemanes, pero solo hasta 2009.
El hecho de que un idioma no tenga una palabra para describir una experiencia se llama “hipocognición”, un término acuñado por el antropólogo Robert Levy. Según contaba Levy, en Tahití no había una palabra para expresar el concepto de “pena”. Por supuesto, la sentían, pero la describían como un estado de extrañeza o de malestar. Según Levy, esto llevaba a la ausencia de rituales para aliviar esta pena, lo que era la principal causa del alto índice de suicidios en la isla.
El efecto del lenguaje en nuestro pensamiento se considera hoy en día bastante más moderado y circunscrito a experiencias muy concretas. Por ejemplo, en ruso, el celeste se considera un color diferente al azul más oscuro, tal y como nosotros diferenciamos entre el rosa y el rojo. Esto lleva a que los hablantes de ruso sean más rápidos al categorizar los diferentes tonos de azul. El hecho de que tengamos palabras para sentimientos, experiencias o colores concretos, también ayuda a nuestra memoria, según recoge Scientific American. Pero poco más, como apunta Steven Pinker en The Language Instinct, donde subraya que el pensamiento no es lo mismo que el lenguaje.
Además de eso, también hay que recordar que todas las palabras se pueden traducir, aunque siempre se pierdan matices y connotaciones. En inglés vergüenza ajena se suele traducir por “vicarious embarrassment”, que a su vez significaría “vergüenza indirecta”. Eso sí, aunque se entiende perfectamente, no se trata de una expresión fija y de uso común.
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